Crónica – ACCEPT en La Riviera de Madrid (21 de enero)

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Si hace medio año, en la Sala Heineken, los alemanes protagonizaron uno de los recitales más radiantes del 2010, seis meses después doblaron la apuesta en una semi-abarrotada La Riviera, en la puesta de largo de su último elepé “Blood of Nations”. Tremendo baño de luz y sonido y unas guitarras como fusiles, apuntando al personal bajo la atenta mirada de las torres de control, en el muro infranqueable hormigonado por el batería Stefan Swarzman, un prodigio de la naturaleza, capaz de abordar los ritmos más dispares sin perder nunca el compás. Hacía tiempo que no veíamos a un batería marcar el tempo de esa manera, para que luego los hachas Herman Frank y Wolf Hoffmann entraran a matar con prodigiosa sincronía. La sangre de las naciones brotando a borbotones ante una alucinada parroquia que flipó en colores con la descarga de estos bárbaros metaleros.

Como una manada de búfalos salvajes trotando por un vergel, se presentaron Accept, mostrando una fuerza descomunal y unas guitarras como truenos que hicieron palidecer al más pintado. El combo capitaneado por Herman Frank y Wolf Hoffmann, más el pequeño pero gran vocalista Mark Tornillo (con unas tesituras vocales de pura lija, clavadas a las de Udo Dirkschneider) es un tornado agreste que por donde pasa no crece la hierba, como el caballo de Atila. El bajista Peter Baltes y el batería Stefan Swarzman plantaron una base rítmica trepidante, un muro infranqueable que tratamos de escalar a lo largo de dos horas gloriosas e irrepetibles. Guitarras gruesas como elefantes, con toneladas de overdrive (solo al alcance de los dioses Judas Priest o Motorhead) punzantes como cuchillos afilados, prestos para la degollina. Desde las primeras puñaladas, “Teutonic terror”, “Bucket full of hate” a los clásicos “Starlight”, “Lovechild” o “Breaker”, del tremendo comienzo, quedó claro que aquello iba a ser más que un encuentro de rock’n’roll motorizado, iba a ser un aquelarre de puro metal, una orgía salvaje a cargo de un quinteto curtido en la materia.

“New world coming”, “Restless and wild”, “Son of a bitch” y “Beat the bastards (títulos explícitos donde los haya), añadieron nuevas dosis de mordiente a un trasiego sobrado de por sí. El corazón de metal latiendo a ritmo militar, un-dos-tres-cuatro: “Metal Heart”, “Bullet proof.”, “Losers and winners”, “Aiming high”. Tras la febril y conmovedora “Princess of the night”, leña al mono hasta que parle inglés: “Up to the limit”, “No shelter” y “Burning” completaron el ardoroso camino del bendito exceso guitarrero, para seguir incendiando la atmósfera en los bises con “Fast a shark”, “Pandemic” y “Balls to the wall”. Qué pandemia más gozosa. Una apisonadora de rock‘n’roll, triturando el asfalto. Una velada diabólica y un repertorio de ensueño, presidido por la mayor rotundidez y calidad de sonido que podamos imaginar. Visto un show así, de pura trilita, ¿quién dijo alguna vez que el rock es cosa del maligno? Para los que allí estuvimos fue celestial, orgiástico y paradisíaco, pura exquisitez y ambrosía, el éxtasis de las guitarras flamígeras como truenos, y una banda legendaria que funciona como el motor de un Ferrari, a toda caña. En definitiva, puras endorfinas para nuestro cerebro. Que en estos tiempos estamos muy necesitados.

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