De El Greco a Imperator, la prehistoria del rock madrileño

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Apenas había arrancado el “decenio bisagra” del régimen franquista, el impasse entre la autarquía de los años cuarenta y el desarrollismo que el turismo catalizó en los sesenta. Pero ya en 1950, un joven llamado Jesús Nuño de la Rosa puso la semilla del circuito de música pop en España al organizar un guateque con venta de entradas en un pequeño sótano del barrio madrileño de Chamberí.

No corrían tiempos para andarse con tonterías. El nacional-catolicismo vivía su mejor momento, personajes como Carrero Blanco o el camisa vieja Fernández Cuesta entraban en el Gobierno tras las últimas protestas obreras, la represión era rampante y la censura impedía casi cualquier expresión artística ajena al Movimiento. Precisamente entonces es cuando Nuño de la Rosa decide jugarse el pellejo montando la primera “rave” en la capital.

Era un adolescente de diecinueve años con las ideas muy claras. “Me encantaba el jazz, y sólo quería que en mi ciudad hubiera sitios donde escucharlo en compañía de gente”, recuerda a sus 84 años, como si no hubiesen pasado más de seis décadas desde entonces. Pero volvamos a Chamberí, a la calle Blasco de Garay, número diez para ser exactos. Nuño está pasando el rato con unos amigos frente a la taberna El Greco, que hacía esquina con la calle Rodríguez San Pedro (y allí sigue en pie, así que quizá deberíamos convertirlo en lugar de peregrinación), y les asegura que va a entrar, va a hablar con su dueño y le va a convencer para que le deje montar una fiesta en su sótano el siguiente fin de semana. Su pandilla se descojona, pero él entra decidido y al cabo de diez minutos sale con una sonrisa en los labios. El tabernero, satisfecho por la cantidad ofrecida por Nuño para alquilar el sótano, cedió ante la perspectiva de sacarle unos durillos extra a su negocio. Al llegar el viernes, Nuño no sólo ha impreso entradas para su fiesta, también ha hecho flyers para repartirlos por la calle a los jóvenes.

No hay logística para actuaciones en directo, de hecho a Nuño ni se le ha pasado por la cabeza la posibilidad… todavía. Así que consigue reunir el dinero para hacerse con uno de los primeros tocadiscos que han llegado a la capital (“si no fue el primero”, asegura), varios álbumes de jazz y canción italiana, y él y uno de sus amiguetes se convierten en los primeros DJs madrileños. Cobra once pesetas por entrada, y aunque no todos los adolescentes del barrio pueden permitírselo, El Greco se pone hasta arriba en cada fiesta que celebra los sábados y domingos por la tarde. El rumor se extiende entre la muchachada capitalina más avispada y ávida de nuevas sensaciones, pero sólo es cuestión de tiempo que el boca a boca se descontrole y llegue a los oídos equivocados.

Efectivamente, a los pocos días la policía se presenta allí sin previo aviso, con el sótano hasta los topes de gente. “Nos sacaron a todos de allí a gritos”, cuenta Nuño. “Nos quedamos todos en la calle, y yo tuve suerte de que no me llevasen detenido. En cuanto los policías vieron que no estábamos haciendo nada especialmente malo se marcharon… y entonces nosotros volvimos a entrar para seguir con la fiesta”.

Al cabo de un tiempo, las redadas se convirtieron en algo habitual. Tan habitual que resulta increíble que semejante desafío (o directamente vacile) a las autoridades franquistas no tuviese consecuencias graves. Y es aquí donde entra la picaresca en su más honda expresión. “Yo tenía mucha habilidad para persuadir a la gente, siempre la he tenido”, recuerda Nuño, que consiguió muchas vistas gordas invitando a los agentes a tomar esto o aquello rodeados de jovencitas. Él sin embargo no bebía, y jamás probó gota de alcohol (ni gramo estupefaciente) en toda su vida.

Podría pensarse que el ambiente en sus fiestas era de lo más mojigato, que los chicos apenas se atrevían a invitar a las chicas a bailar y sólo comentaban las canciones que escuchaban mientras tomaban un ponche y se fumaban unos Ducados. Pero nada más lejos. Los pocos enteradillos (¡hipsters?) que sabían que el sótano de El Greco albergaba un pequeño universo paralelo llegaban allí ansiosos de libertad, que no de desenfreno. “Los chicos hablaban entre ellos y se decían “yo voy a por esta”, o “yo voy a por aquella”, y se lanzaban enseguida a invitarlas a bailar. No se cortaban un pelo”, recuerda Nuño. Estaban lejos de las miradas adultas, y de hecho los mayores no tenían cabida en sus fiestas clandestinas. Sin embargo, aquel reducto secreto ya no podía seguir ocultándose más, y no tardó en llegar el día en que pareció que las cosas se iban a poner feas de verdad.

Sólo unos meses después de las primeras fiestas en El Greco, todavía corriendo el año 1950, Nuño recibió en su casa una carta firmada por el puño y letra del comisario de la sección de Espectáculos de Madrid, Ramón Maraver Cortés, uno de esos individuos del régimen con los que no querrías ni cruzar la mirada, convocándole para declarar en la Jefatura de la calle Leganitos. El incipiente empresario se dirigió hacia allí convencido de que sus días de emprendimiento habían terminado, es más, probablemente pasaría la noche en el calabozo, o algo peor. “Yo sabía que estaba desobedeciendo, que estaba cometiendo un delito, y que lo normal era que aquello acabase de mala manera. Estaba muy angustiado”, recuerda. Entró en la comisaría, y con el sudor cayéndole a goterones atravesó los pasillos repletos de grises hasta llegar al despacho correspondiente.

“Pero si es usted muy joven”, le dijo el comisario cuando se presentó. Le miró de arriba abajo y comenzó a abroncarle como si fuera su padre, mientras Nuño se sentaba y planeaba su estrategia. “Cuando me dejó hablar, le expliqué que había leído que en Estados Unidos la juventud tenía sitios donde podía ver a Frank Sinatra y a los grandes artistas del momento, y que yo quería traer eso a España, dar un cauce a las ganas de escuchar música que sabía que había en la juventud madrileña”. Aquello dejó estupefacto al comisario, que quizá vio en él a un joven visionario. O puede que sólo sintiese compasión por el muchacho. En cualquier caso, el ingenio de Nuño obró el milagro y no sólo no acabó en el calabozo, sino que consiguió que aquel tipo le echase una mano sacando toda la documentación necesaria para legalizar su negocio. “De repente salió del despacho, tardó unos minutos interminables, y al volver traía un montón de papeles y documentos. Me explicó cómo tenía que pedir todos los permisos, ¡yo no me lo podía creer! Fue gracias a eso que supe encontrar la forma de legalizar las fiestas. En cuanto lo tuve todo en regla se pasó por allí para comprobarlo. Le gustaron tanto mis fiestas que se convirtió en un asiduo de mis salas, y fue un gran amigo durante muchos años. Todavía me emociono cuando recuerdo la carta que me envió cuando murió mi madre”.

Una vez “legalizada” su actividad, el futuro empezó a pintar cada vez mejor para nuestro joven promotor musical, así que decidió expandir el negocio. En 1952 inaugura otras dos “salas”, una en la esquina de la calle Princesa con Altamirano (en el sótano del Café Universitaria) y otra en el número 72 de la calle Fernando el Católico (en el del bar La Cotera). Allí el funcionamiento era parecido, con la diferencia de que ahora contaba con la inestimable ayuda de su novia (con la que aún hoy sigue felizmente casado), que dedica casi tantas horas como él a preparar las fiestas para que sean un éxito.

Nuño siguió organizando guateques en sótanos de bares durante los siguientes seis años, e incluso empezó a trasladarlas a salones de hoteles, que también cedían su espacio a cambio de un alquiler por horas. Pero en 1958 da un importante paso en su carrera inaugurando una sala de su propiedad, el Club La Tuna en el número 3 de la calle Andrés de la Cuerda (en Argüelles), donde por primera vez se lanza a organizar conciertos en vivo contratando a un grupo de músicos residentes. “Nuestra orquesta tenía a los mejores maestros del jazz que se podían encontrar en Madrid en la época, casi todo profesores de la orquesta sinfónica”, asegura Nuño, que consiguió convertir su local en un “must” del ocio capitalino en cuestión de semanas. Famosos, artistas y melómanos se entremezclan entre sus paredes en un ambiente tan divertido que llega a oídos de los famosos que visitan la capital. Así, un buen día se presenta allí todo un Gerry Mulligan. En efecto, la estrella del jazz estadounidense se pasó por allí una tarde con su novia, la actriz oscarizada Judy Holliday, y no sólo departió alegremente con Nuño durante horas, sino que además aceptó su invitación de unirse a la orquesta de La Tuna en una sesión improvisada que debió ser digna de ver.

Nuño también abrió otra sala en la misma calle de La Tuna (en el número 5), el Club Studio, pero su imperio se consolidó definitivamente en la Nochevieja de 1961 con la inauguración de Imperator, oficialmente la primera de las muchísimas “salas de juventud” (que se diferenciaban de las “salas de fiestas” por la ausencia de adultos y, todo hay que decirlo, de prostitutas) que se abrirían a lo largo de la década de los sesenta.

Ubicada en el número 59 de la calle Fernández de los Ríos, fue la más célebre y la que más veces recibió en su escenario a la flor y nata del pop y el rock nacional del momento: Pekenikes, Serrat, Julio Iglesias, Los Brincos, Salomé, Los Diablos Negros, Los Continentales, Los Canarios, Raphael, Miguel Ríos, Los Sirex, Nino Bravo, Four Tops, Massiel (aún conocida como María Ángeles Santamaría) y un interminable etcétera pasaron por allí (muchos de ellos en su debut oficial) en busca de fortuna y gloria. “Yo siempre trabajaba con managers, cumpliendo con todas las condiciones laborales, pagando a la Sociedad General de Autores, haciendo las cosas como Dios manda”, asegura Nuño, que efectivamente dejó muy buen recuerdo en artistas como Ramón Arcusa, de El Dúo Dinámico, con quien siguió manteniendo un aprecio mutuo durante muchos años. “Él se dio cuenta de que yo era una persona honrada –dice Nuño-, de que valoraba de verdad el trabajo de los artistas, y siempre me ha guardado un gran afecto”.

Desde el primer momento, Imperator también se convirtió en la escala principal de las giras internacionales más destacadas a su paso por la capital. Estrellas británicas como The Shadows o suramericanas como Los Impala suben a su escenario durante los primeros años de funcionamiento, pero Nuño da el pelotazo de su vida trayendo por primera vez a España a Tom Jones en 1966. “Lo hice a través de Bermúdez, que era un agente muy importante en Madrid. Me lo ofreció, y después de mucho sopesarlo, porque su caché era carísimo, un auténtico dineral, me decidí a traerlo”. La visita fue anunciada a bombo y platillo en la prensa, y el Tigre de Gales actuó en Imperator y en otra sala recién abierta por Nuño, la Paraninfo, con éxito arrollador. “Aquello me dio mucho prestigio, salieron muchas crónicas de sus actuaciones en prensa, radio, incluso en Televisión Española lo mencionaron. Fue un gran paso para mi carrera, sin duda alguna”.

También hizo jugadas maestras trayendo por primera vez a estrellas de la canción italiana como Rita Pavone, Iva Zanicchi o Gigliola Cinquetti (“conseguí que todo aquel que triunfara en el Festival de San Remo viniese inmediatamente después a Imperator”, asegura), e incluso a rockers del calibre de Vince Taylor, que llegó en 1965 “a través de un manager francés” para causar sensación en la prensa española, que lo calificó como “uno de los personajes que han marcado la época más violenta del rock’n’roll”. Así lo presentaron en el diario ABC, que le hizo una entrevista a doble página en la que Taylor dice, entre otras perlas, que los Rolling Stones “son buenos, pero no tan espectaculares como para lograr un éxito sin discusión”.

Imperator era un trampolín a la fama y cada vez acudían más artistas a su escenario (ampliando la presencia latinoamericana, con artistas de Uruguay como Niki Camba, de México como Enrique Guzmán, que salió a hombros de su actuación, o de Argentina como Luisito Aguilé, que como todos sabéis se convirtió en una de las celebridades del momento), de forma que Nuño tuvo otra de sus geniales ideas: organizar el primer Festival de las Estrellas, donde se entregarían los “Imperator de Oro” a las figuras más populares de la temporada. En el de 1964, por ejemplo, participaron artistas como Tito Mora, Los TNT, Los Ídolos, Mike Ríos con los Sonor, Los Sirex, Georgie Dann, Kurt Savoy, Los Jolly, Los Solitarios… En el de 1965 fueron galardonados Marisol, Luis Aguilé, el propio Mike Ríos y Robert Jeantal entre muchos otros. Cuatro años después, los premios cerraban la década prodigiosa rindiendo un homenaje a María del Valle y convocando a la gala a Miki y Los Tonys, Los Pop-Tops, Los Brincos, The Shadows, Los Canarios, Antonio Machín, Los Pekenikes, Vince Taylor, Mochi, Los Bravos… todo en la misma noche.

En paralelo, y para seguir dando salida a tanto talento que llamaba a su puerta, abrió una sala-apéndice, la Imperante (en Almendrales, 41), donde se alternaban músicos como Robert Jeantal, Jani Rigo y Los Magníficos, Miguel Ríos, Los Polaris, Michel o Los Diablos Negros con showmen como Torrebruno o Andrés Pajares, un cómico que empezaba a darse a conocer en las muchas salas de fiestas de Madrid. Años más tarde, aquel local acabaría siendo vendido a los Testigos de Jehová.

Nuño abrió muchas otras salas más que conformarían una red por la que irían pasando todos sus fichajes, que a veces actuaban en dos de ellas en el mismo día. Una fue la mencionada Paraninfo (en Fernández de los Ríos, 67), que tenía uno de los ambientes más atractivos para la chavalada por la cercanía de una fábrica de pañuelos en la que trabajaban mujeres casi exclusivamente. “Cuando daban la hora de cierre en la fábrica, muchas se venían a tomar algo a la sala. Era como una invasión, ¡jajaja! Eso atraía a los chicos y gracias a eso lo tuve abarrotado todos los días. Allí actuaron una vez Los Cambios, que eran Fórmula V antes de cambiarse el nombre. El cantante, el pelirrojo, tenía una gracia que encantaba a las chicas e hicieron un lleno impresionante”. Por allí también pasarían Los 5 Latinos, El Dúo Dinámico, Los Camperos, Los Saix y un largo etcétera.

Otra de sus flamantes inauguraciones en la segunda mitad de los sesenta fue la de El Ducal, en el número 12 de Santa María de la Cabeza. Se vendía como “la sala más suntuosa y con la instalación más moderna” y era algo más tranquila, con sesiones de te-baile los sábados por la tarde. También tuvo una sala de verano llamada Moncloa (en Isaac Peral), que tenía un gran patio interior donde los asistentes podían bailar al aire libre. “Estaba rodeado de casas, pero en lugar de protestar, los vecinos me enviaban a sus hijos para que me ayudaran a montarlo todo. Aquella era otra época”, rememora Nuño con nostalgia.

También tenía mucha clase el Ale’s Club, en el número 6 de la calle Veneras (en la Plaza Santo Domingo), que recibió a artistas italianos como Nanni Jannelo, Iva Zanicchi o Franco Etti y Los Windy’s. Otro de sus hits más recordados fue la Piscina Tequila, que arrasó con su oferta de baño + baile al aire libre durante los veranos de 1967 y 1968 (“como la gente no veraneaba por aquella época, estas cosas llamaban mucho la atención”), los dos únicos años que funcionó debido a lo costoso de su mantenimiento. Y hubo más: la discoteca Piper (en la calle Duque de Sexto, 27, inaugurada en 1968), por la que pasaron conjuntos como Los Beta, Los Auténticos o Los Fardys; el Universitaria Club, que abrió en 1965 en los bajos del cine Españoleto (en Fernández de los Ríos); la también muy estudiantil Gaudeamus (en Hilarión Eslava, 38) e incluso la mítica RKO, un local que decoró con ambiente futurista, con robots-camareros y toboganes cruzando la pista de baile, en la que años más tarde Pedro Almodóvar –curiosamente, ahora vecino de Nuño- pasaría muchas noches de juerga en compañía de su tropa. Pero esa ya es otra historia.

Siguiendo esta última anécdota cinematográfica, la de Jesús Nuño de la Rosa es, desde luego, digna de ser contada en una película. Fue un pionero con mayúsculas, un melómano adelantado a su tiempo, pero sobre todo alguien que jamás dejó de perseguir su propia meta: “Todo lo hice porque sentí que tenía que dar una posibilidad a la música en este país, y creo que al final conseguí cumplir ese sueño”.

Los recuerdos de un miembro original de Los Brincos

A Manuel González, bajista de la formación original de Los Brincos (antes en The Blue Shadows), le cuesta un poco empezar a poner en orden sus recuerdos acerca de Imperator. Ha pasado más de medio siglo, y además él era el miembro más joven del grupo cuando tocaron allí por primera vez. “Ya no recuerdo dónde fue nuestro debut exactamente, si en Barcelona, en el Palacio de la Música, o en Imperator… sí, puede que fuera allí”, dice dubitativo. Pero lo que sí recuerda perfectamente era lo que para un artista significaba actuar allí a mediados de los sesenta. “Era una parada obligada para los conjuntos de la época si querías destacar. Y junto al J.J., era de los sitios que estaban más en la onda, con la diferencia de que en Imperator había música en vivo”. Por lo que puede recordar, las veladas allí eran “de lo más animadas, nada timoratas, con el público desatado, bailando, cantando, y el ambiente que había en los Festivales de las Estrellas que organizaban para entregar los Imperator de Oro era extraordinario, ahí nunca faltaba nadie de la flor y nata”. Era, en definitiva, un sitio donde pasarlo bien sin correr el riesgo de verse envuelto en situaciones embarazosas. “No como en otros, como por ejemplo el Club San Pelayo”, recuerda Manuel. “Era el cuartel general de una banda de roqueros, la panda del Bola, que siempre estaba de pelea con otras bandas. La noche que actuamos allí, a un gris se le ocurrió la bonita idea de apartar a porrazos a las chicas de la primera fila, que estaban apoyadas en la tarima sobre la que tocábamos. Hubo sangre, paramos la actuación y alguno de los de esta gente reaccionó y de repente se formó un tumulto. Se vio la gorra del gris volando por los aires, ¡jajaja! Por lo menos un empujón se llevó”. Ese tipo de cosas jamás sucedieron en las salas de Nuño de la Rosa, “un hombre muy serio y muy respetado”, asegura Manuel. “Como te he comentado yo era muy joven cuando lo conocí, y apenas tuve trato personal, pero nunca escuché decir nada malo de él a ningún artista”.

Un regalo para El Comandante

Nuño de la Rosa hizo un viaje a Cuba con una delegación de empresarios a finales de los sesenta. Pero antes de partir, recibió un surrealista encargo del Generalísimo. Franco le hizo entrega de un regalo para Fidel Castro, para que se lo diera de su parte, en mano y sin intermediarios. Se trataba de un fusil español. “Todavía sentía mucho rencor hacia los estadounidenses por el supuesto atentado del barco Maine en la guerra de Cuba, que fue un montaje, y quiso tomarse esa pequeña venganza simbólica… también le llevé al Comandante una cinta con música pop española”, cuenta de la Rosa, que también conoció al mariscal Tito de Yugoslavia. “Cuando bajamos del avión y empezamos a recorrer las calles de Belgrado aquello daba bastante miedo. Había carteles gigantescos con su rostro por todas partes. Pero luego, curiosamente, nos recibió vestido de paisano en lugar de uniforme y tuvo un trato de lo más cordial conmigo, a través de un intérprete evidentemente”.

24/10/2016. MADRID. ESPAÑA. ENTREVISTA A JESUS NUÑO DE LA ROSA, PROMOTOR MUSICAL PIONERO EN ESPAÑA. FOTO: BELEN DIAZ. ARCHDC

Acogiendo a Teddy Bautista

Este pionero de los promotores de conciertos también guarda una interesante anécdota referida a Teddy Bautista. Según nos cuenta Nuño, el futuro cantante de Los Canarios era todavía un adolescente cuando viajó con su familia a Estados Unidos, en busca de oportunidades. “Se marcharon con una mano delante y otra detrás como quien dice”, explica Nuño, “pero cuando llegaron al aeropuerto de Nueva York, los agentes de aduanas nos les dejaron pasar porque apenas llevaban dinero. Así que tuvieron que volverse para Madrid con lo puesto, y sin tener dónde dormir. Yo conocía a su padre, y al saber de su situación les dije que vinieran a mi casa. Les estuve acogiendo y dando de comer durante varios días”. Años después, cuando Bautista ya era presidente de la SGAE, Nuño tuvo que ir a la sede de la organización para hacer unos trámites. Al parecer, los trabajadores que estaban de turno no estaban por la labor de ayudarle, y Nuño empezó a dar gritos reclamando una atención digna. “Teddy oyó mi voz y salió a ver qué pasaba. Al ver que efectivamente era yo, me recibió inmediatamente. Me debía mucho”.

Un presidente amenazado de muerte

Nuño de la Rosa acabó siendo Presidente de la Asociación de Discotecas de Madrid, un cargo que se tomó muy en serio y por el que se partió la espalda peleando con las administraciones. En los ochenta, consiguió que se ampliara el horario de cierre desde las tres y media de la madrugada hasta las seis. “Al principio nos concedieron hasta las cinco y media, pero convencí a las autoridades de llegar hasta las seis porque era a esa hora cuando empezaban los transportes. Les aseguré que todas las noches habría media hora de escándalo y griterío por las calles de la capital si no me hacían caso, y rectificaron”. Sin embargo, presidir la asociación no sólo le trajo alegrías. En los setenta, alguien le envió un ataúd a su casa, así como suena, para amenazarle de muerte. “Fue un disgusto que me quiso dar algún desalmado, pero yo seguí haciendo mi vida y nunca me pasó nada”, cuenta Nuño.

Miguel Ríos: “Nuño inventó una industria”

El artista granaíno, uno de los pocos que pasaron por Imperator y aún hoy mantiene una carrera de éxito (ahora mismo está de gira en América), confiesa que le debe mucho a aquella mítica sala de juventud. “Fue el primer salvavidas que me ayudó a no naufragar en mi intento de vivir de la música, ahora lo veo como un milagro”, nos cuenta vía e-mail. “Ese curro me permitió abandonar las tristes pensiones, alquilar mi primer apartamento y no montar en Metro hasta nuestros días. Más que impulsar mi carrera, me permitió conservarla. Fueron un par de años, o más, cantando a diario y con permiso para faltar si salía un bolo”. Sus recuerdos, tanto visuales como emocionales, son tan vívidos que permiten imaginar fácilmente el ambiente que allí se generaba. “Era una sala grande para los locales de aquellos tiempos. Un sótano rectangular con el escenario al fondo, una pista de baile siempre llena y sofás, mesas y sillas rodeándola. El público de pago estaba compuesto en su mayoría por chicos universitarios (a mediados de los años sesenta las chicas eran rara avis en las universidades españolas), y por un contingente menor de oficinistas y dependientes de comercio algo más talluditos, en busca de desfogue hormonal. Las chicas no pagaban, ese fue el gran éxito comercial que se inventó Nuño para atraer a los paganos. Los españolitos queríamos ligar desesperadamente, y todo, el baile, los cantantes, era una excusa para facilitar el roce, el romance. En aquel tiempo la gente se hacía adulta a toda velocidad y la represión sexual era brutal”. Su rutina diaria era la siguiente: “Cada tarde actuábamos tres o cuatro cantantes, con las dos o tres orquestas de la casa. Creo recordar que cantábamos cinco o seis temas cada uno, lo más actual de nuestro repertorio, que incluía las últimas canciones que habíamos grabado. Yo había cantado en el Circo Price y en alguna sala de tarde de Madrid, pero Imperator era lo más cercano que había a una actuación para gente joven”. Aunque Imperator finalmente no haya tenido la repercusión histórica del Price, Ríos asegura que “actuar allí cada día hacía que tu nombre sonara mucho en la escena del momento. También te servía de escaparate para que te contrataran en los bolos de verano. Empresarios de provincias y representantes acudían a la sala para ver el desfile de cantantes que De la Rosa contrataba cada año”.

Durante 1962 y 1963, además de en Imperator, el entonces presentado como Mike Ríos también actuó en La Tuna y Studio Club. “Hacíamos un mini show detrás de otro. Nos trasladábamos sólo con los músicos, a equipo puesto. Una gozada. Más tarde entro en escena Imperante, una sala tan o más grande que Imperator, pero estaba en el bario de Usera y complicó un poco la cosa. Un año más tarde Nuño me ofreció un trabajo estupendo, me dejó el muy coqueto Studio Club para que actuara como si fuera mío. De hecho se pasó a llamar Studio Club el Club de Miguel Ríos. Lo que aprendí de la música y de la vida en aquel lugar, me resulta impagable”. De aquella “bicoca”, como él la llama ahora, sólo tiene una pega, que había “poco rock’n’roll”. De hecho, ni siquiera podía grabar rock por aquellos tiempos. “Mi compañía pensaba que tenía más facultades para lo que llamaban música moderna, y, con suerte, sólo podía meter uno o dos pseudorocanroles por EP. La escena musical la copaban bandas como Los Brincos o Los Bravos, y los solistas o nos hacíamos crooners o palmábamos. El rock no empieza a tocarse con asiduidad en este país hasta que surgen las salas y las discotecas de barrio, algo más tarde”. ¿Y qué hay de Nuño, la persona? ¿Qué recuerdo guarda de él? “Era un tipo estupendo, bastante legal y comprensivo con el artista. Un buen empresario que casi se inventó él solo una industria que terminó siendo muy potente, que sirvió de escuela a muchos músicos cuando tocar en directo era el pan nuestro de cada día”.

Exposición en Cuervo Store

La tienda-galería regentada por el equipo de Holy Cuervo (c/ Velarde 13, en Malasaña) acoge hasta el mes de mayo una exposición con fotografías, recortes de prensa, flyers, posters y hasta contratos originales de las actuaciones musicales que tuvieron lugar en las salas de Nuño de la Rosa, especialmente en Imperator. Toda esta valiosísima documentación forma parte del archivo personal del empresario, que fue “descubierto” por quien escribe estas líneas tras una llamada de teléfono a la redacción de un periódico. Jesús me invitó a visitarle en su casa de Argüelles (el barrio donde siempre vivió y desarrolló la mayor parte de su actividad empresarial nocturna), y cuando me recibió me encontré con una ingente cantidad de material ordenadamente colocada alrededor de su dueño, don Jesús, un anciano de 84 años que poco a poco, en sucesivas visitas y conversaciones telefónicas, fue recomponiendo su propia historia con una memoria pasmosa.

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