Los verdaderos artistas son aquellos que, como Jon Spencer (entrevista aquí), se ganan el respeto a pulso cada día, en cada escenario. El resto son una prole acomodaticia, hija de la autocomplacencia que hace descuidar el empuje de los primeros días, a los que toleramos su abulia escénica agarrándonos al respeto ya cimentado, diciéndonos a nosotros mismos que “ya no necesitan demostrar nada a estas alturas”. El show de Heavy Trash el pasado jueves en El Sol –hubo llenazo, con gente suspirando por reventas en la puerta-, una demostración de ímpetu, dedicación, elegancia y generosidad con el público, fue más que bueno, fue emocionante. Porque emociona de verdad contemplar a un músico tan excelente, tan curtido, que se tome tan en serio “una velada más” en su larga trayectoria, cuando después de un cuarto de siglo currazo «on the road» vuelve a enfrentarse, una vez más, a la realidad de no poder aspirar a más que un aforo tan reducido como el de El Sol, y con gente medio muerta en la primera fila para más inri. Porque la actitud de algunos en el público llegó a ser preocupante. ¿Qué demonios les pasaba a aquellas estatuas con cara de funeral, empeñadas en mantener su posición al pie del escenario a pesar de su evidente desgana? Hubo una parejita que incluso miraba mal a quien intentaba bailar el rockabilly del neoyorquino, como si estuvieran a punto de pedir el libro de reclamaciones por los roces que perturbaban su rictus contemplativo. Por dios, si lo que quieres es demostrarle al artista que eres muy exigente, que a ti no hay quien te altere las constantes, mejor quédate en casa. O al menos no boicotees la fiesta. Porque con Heavy Trash, no mover el esqueleto es algo antinatural para muchos de los que estábamos allí.
El propio Jon pareció sentirse desafiado y su reacción no se hizo esperar, batiendo récords con el tiempo que se tarda en romper el hielo al rubricar un “The loveless” que se hizo explosivo en menos de un minuto, y con el que nos sentimos totalmente inmersos en el concierto, como si lleváramos ya un rato de juerga.
Y es que la clave quizá esté en superar los desengaños con hombría (o con mujería, ¿por qué no existirá ninguna palabra para ellas?): Jon no tocará en salas más grandes en el futuro, seguirá actuando a medio metro de verdaderos pazguatos de vez en cuando, y nunca nadará en dólares por mucho que se lo merezca. Pero eso no es motivo para que deje de sentir la música. Eso es lo emocionante.
El acompañamiento de los daneses Powersolo fue un éxito total sobre las tablas, un ingrediente extra que catalizó el toma y daca de Spencer con Matt Verta-Ray a través de una base contundente y rica en matices que fecundó un bolo absolutamente redondo, mucho más completo que el que vimos en Moby Dick hace un año. “Gee, I really love you” y “Gentle” fueron buena prueba de ello. Ya en “That’s what your love gets”, el ex Pussy Galore estaba sacando a relucir todo su arte, esa chulería rockabilly que lo eclipsa todo, que irradia una autenticidad que da gusto deificar, que reconforta admirar. Espasmos que golpean las cuerdas, salpicones de sudor, scats psicóticos, la entrega de Spencer fue un obsequio, un regalo de energía, un bonus que no venía en el contrato. El sonido también era magnífico, y poco a poco la juerga se fue imponiendo con la venia de sus señorías los de delante, hasta que la velada se tornó legendaria. El neoyorquino, ya dueño y señor de El Sol, incluso se atrevió a bajar las revoluciones hasta el mínimo con “The Pills”, un tema para la intimidad, difícil de hacer funcionar en directo, pero su genio le sacó oro al instante, transmutándose bajo los focos en un antihéroe de la peor de las noches en la América profunda.
El resto de la noche fue una auténtica locura, con unas “Chopt Face” (cantada por Verta-Ray), “Yeah Baby”, “Bumble Bee” y “Bedevilment” frenéticas y psychobílicas que arrancaron gritos salvajes a la audiencia, una larga serie de bises que incluyeron una inesperada bestialidad ruidista que nos dejó con la cabeza del revés, y una traca final en la que Spencer cuajó una inconmensurable interpretación de “In my heart” en la que se erigió como un jodido donjuán del rockabilly, irresistible y arrebatador, con dotes de seducción al alcance de muy pocos.
Por cierto, parece ser que hicimos bien fumándonos a los teloneros, llamados LCDD. Los que vieron su actuación dicen que fue “horrible”. Igual fue eso lo que dejó a la gente tan desganada…