«Ya sabes cómo es Van», decía resignado un espectador ayer, cuando el Price encendió las luces señalando el final del show tras sólo hora y media, sin despedidas ni bises. Al león de Belfast se le tolera todo, se le aplaude todo, se le venera y en su caso, se le reza. Se lo tiene ganado, claro.
Su visita era uno de los acontecimientos musicales del año (y también uno de los más caros), y el público lo hizo notar cuando salió vestido de negro, con su sombrero, su saxo y sus gafas de sol, flanqueado por una corista, un teclista y trompetista, un bajista, un guitarrista y un baterista.
El sexteto arrancó el recital empleando el jazz como vehículo para clásicos del calibre de «Brown Eyed Girl» o «Days like this», cambiando su cadencia y su espíritu para disgusto de los que esperaban escucharlas clavadas a las grabaciones originales. Pequeño, muy pequeño disgusto hay que decir, pues los destellos de grandeza permanecieron en su sitio, inalterables.
Comenzaban a escucharse los primeros gritos de «¡Uau!», «¡Yeah!» entre el público cuando el irlandés dejó el saxo para pasar a la armónica y empezar a derivar hacia el blues, con una «Baby please don’t go» espectacular en su contención, a punto de estallar en cualquier momento, con esa baqueta marcando el tic-tac contra el borde del timbal. El Price, casi lleno, se rendía a sus pies.
El rugido del león cobró aún más intensidad en «That’s Life», «If you only knew» y «Early in the morning», llegando a un epatante punto álgido de negritud con «I believe to my soul» de Ray Charles. Y vuelta al jazz a lo grande, con una maravillosa «Moondance» aderezada con sus solos de bajo y batería y un genial diálogo final entre el saxo y la trompeta con sordina, que desató una de las grandes ovaciones de la velada.
Flotaba en el ambiente, no obstante, la ligera sensación de que la contención se estaba extendiendo demasiado en el tiempo, de que se echaba en falta un estallido que pusiera a la gente en pie, un instante de pura fantasía antes de terminar. Estéticamente, no ayudaba que un técnico de sonido estuviera recorriendo el escenario constantemente comprobando cachivaches, ni la pose del guitarrista, de espaldas al público y sólo atento a su jefe. Pero con semejante repertorio y tamaño artista, sólo había que esperar.
Tras «Enlightenment», el pluscuamperfecto soul de «In the afternoon» volvió a demostrar que pocos saben difuminar las fronteras de la música negra tan suavemente como lo hace Van Morrison. Justo después, cogía la guitarra por primera vez en toda la noche, cuando en realidad quedaban pocos minutos para la no-despedida. Y es que pocos imaginaban que después de «Whenever God shines his light on me» y una espectacular «Help me» en la que Morrison hizo las virguerías de antaño modulando su voz como un ángel bluesero, vendría el final con una emocionantísima «Ballerina»,
Y mientras terminaba la canción, Morrison se marchó para no volver, sin decir ni una palabra a su público (ni siquiera un homenaje a Allen Toussaint), sin rematar la jugada con su primer gran hit, esperado por todos… Y así sus fans se fueron a casa, contentos, sin pena, ni «Gloria».