Excavación del Día: «American Pie», el día que DON MCLEAN revivió la música

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Hoy cumple años, 67 nada menos, el padre de una de las más emotivas canciones jamás escritas. Don McLean, autor de la mil y una veces analizada, diseccionada, y regurgitada “American Pie”. Si la melodía en sí es un prodigio en su sencillez compositiva, lo verdaderamente apasionante de lo que sólo se puede considerar como un auténtico  himno es su contenido metafórico, un recorrido fugaz a lo largo de dos décadas imprescindibles para entender la realidad de esa gigantesca tarta de manzana, esa receta de ingredientes dispares que es Estados Unidos en apenas poco más de ocho minutos.

Metáforas que el propio Mclean se ha negado reiteradamente a desgranar, dando pie a múltiples interpretaciones. Cernida la letra, lo que queda claro es que su autor no da puntada sin hilo y que cada frase tiene un referente, un reflejo y un atinado destinatario, además de que su propia experiencia vital también halla cabida en cada estrofa, en las cicatrices que aquellos cambios extremos dejaron en la piel inmaculada de un adolescente que repartía periódicos.

El punto de partida, como ya es bien sabido, no es otro que la muerte de Buddy Holly, Ritchie Valens y The Big Bopper a causa de un accidente aéreo, el 3 de febrero de 1959. Once años después de tan nefasta efeméride, «El día que murió la música», McLean publicaba una canción que era tanto un homenaje teñido de añoranza y aún en carne viva a los tres fallecidos como un guiño amargo a los que tomaron el relevo para convertir la siguiente década en la más prolífica época –con la que McLean no comulgaba, precisamente- que ha vivido el pop-rock, usando la belleza de unas imágenes propias del novísimo acervo estadounidense para desbrozar una cultura, la suya, a través de un repaso esencial a los grandes protagonistas de aquel período.

No se privó McLean, por tanto, de vestir con palabras a los herederos. Desde una cachetada amable a Dylan, requiebros a John Lennon y los Beatles, de los que siempre fue confeso admirador, bofetones con sordina a los ‘satánicos’ Rolling Stones y un lamento mudo por Janis Joplin hasta un dedo elogioso que apuntaba directamente a la cazadora roja que lucía James Dean en «Rebelde sin Causa».

También reserva un billete en primera clase para los ‘Reyes’, que no parecen ser otros que los Kennedy, con la consecuente referencia a Lee Harvey Oswald tras el asesinato del presidente en 1963 y el lamento sombrío tanto por la muerte de JFK como por la de Martin Luther King. La pérdida de la inocencia, la religión, el paso del tiempo, Vietnam y la Guerra Fría, la revolución sexual y las drogas, el pesimismo y la generación ‘Beat’, las revueltas sociales y la lucha por los derechos civiles, todo encuentra su espacio en esos ochos minutos de pura alegoría.

Ensamblar semejante pastiche temático, música, política y costumbre, en esencia, de una forma tan poética, tan descarnada y tan cargada de pesadumbre, es el secreto que alberga la receta del pastel de McLean. De ahí que “American Pie” se convirtiese en fuente primero, en caudal después y finalmente en torrente del que bebieron tantos y tantos y que siga siendo, aún hoy, reconocible en todo el mundo, a pesar de su carácter autóctono, gracias, entre otras, a macarrónicas versiones como aquella con la que Madonna tuvo a bien torturarnos a principios del nuevo milenio.

McLean, el que añoraba la sencillez de la música de los 50, el que renegaba de la canción protesta fruto de los profundos cambios sociales de la siguiente década, nos regalaba, así, un elixir de vida nacido del amargor de la pérdida. La música, afortunadamente, no había muerto. Estaba más viva que nunca.

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