Todavía no se saben muchos detalles. Sólo que murió mientras dormía. Con él se ha marchado uno de los personajes más seductores de la historia del rock, uno de esos antihéroes con los que te hubiera encantado pasar un rato, lejos de los focos.
El músico libérrimo que fue Kevin Ayers se forjó desde bien pronto. Hijo de un productor de la BBC, viajó mucho con su familia, pasando incluso una larga temporada de su infancia en Malasia (una experiencia a la que rindió homenaje con la canción «Oleh Oleh Bandu Bandong», en su debut en solitario).
De vuelta en Inglaterra, estudió en colegios liberales donde conoció a los futuros protagonistas de la escena conocida como “Sonido Canterbury”. Con algunos de ellos, como Robert Wyatt, Hugh Hopper y algunos miembros de lo que sería la banda Caravan, formó Wilde Flowers, un interesantísimo germen de Soft Machine.
Con la llegada de Daevid Allen (más tarde fundador de Gong) y Mike Rattledge (grandioso teclista), la banda tomó su primera forma, si bien sus regurgitaciones sónicas fueron una delicia informe, inclasificable y genial. La psicodelia y el jazz se revolcaron con resultados estremecedores, teniendo Ayers un importante peso estético pre-glam en el grupo. Aquello, para que se hagan una idea, era perfecto para que un pintor psicótico encontrara inspiración para plasmar sus delirios en un lienzo.
Allen duró poco en el grupo, y en ese momento Ayers coge el bajo para dejar la formación en un trío con batería y teclado. Así graban, en Estados Unidos, su debut “I”, el primero de una trilogía de prohibida ausencia en cualquier colección de vinilos que se precie.
Syd Barret (al coincidir con ellos en el UFO londinense repetidas veces) y Jimi Hendrix (en plena etapa inglesa) quedan fascinados con la inaudita música de Soft Machine, y éste último es el que les da la gran oportunidad que, paradójicamente, terminará con la estancia de Ayers en el trío. Se van de gira americana con el guitarrista mulato, pero es tan extenuante y delirante, y Soft Machine empieza a apuntar tanto hacia el jazz progresivo, que Ayers, más interesado en el folk y en ciertas vertientes del rock sinfónico, cuelga su bajo, bueno no, se lo vende a Noel Redding, y dice adiós. Le pega un toque a su ex compañero Allen y se largan juntos a Ibiza para olvidarse de todo el asunto en un mar de hipismo balear.
Nuestro protagonista volvería a las islas (sobre todo a la localidad mallorquina de Deià) con asiduidad en los años venideros, algunas veces para intentar quitarse del caballo, hasta finalmente establecerse allí. Robert Wyatt, que siempre estuvo muy atento a su viejo amigo y colaboró con él cuando se lo pidió, se dejó caer por allí en varias ocasiones. Ni siquiera guardó ningún rencor por haber sido precisamente él quien montó aquella fiesta drogata en 1973, en la que Wyatt terminó cayendo por una ventana con una paraplejia como consecuencia fatal.
Cuatro años antes de aquel desgraciado accidente, en 1969, Ayers publicaba su primer trabajo solista, “Joy of a toy”, al que siguieron enormes discos como “Whatevershebringswesing” (1970) o “Bananamour” (1973). Mientras la criba continuaba en Soft Machine expulsando sucesivamente a sus fundadores (dejando al grupo en una sombra de sí mismo), Ayers trazaba su lugar definitivo en la historia con un historial solista digno de estudio. Nunca más volvió a sobrepasar los cánones de la belleza musical como lo hizo en Soft Machine, pero dentro de los márgenes se movió como una singularidad irrepetible, dotada de una capacidad única para la sorpresa y el cariño. Es entonces cuando graba uno de los discos en directo más alucinantes de la historia, “1 June. 1973”, con John Cale, Brian Eno, Nico y Mike Oldfield. Salvo una horrorosa versión de “The End” perpetrada por Nico, el resto es puro diamante. Y eso que, según cuenta la leyenda, la noche anterior al concierto, celebrado en Londres, John Cale le pilló en la cama con su esposa…
“Yes, we have no mañanas (so get your mañanas today)” (1976) marca el fin de una era para Ayers, que no se reencontrará consigo mismo hasta “Dejà Vu” (1984). Los ochenta y sus vaivenes extra-musicales, de todos modos, no le sentaron demasiado bien a este outsider natural.
A mediados de los 90 dejó Mallorca para volver a Inglaterra y después emigrar a Francia, donde pasó sus últimos años grabando canciones en el contestador automático de su cocina. Pero en 2008 da la sorpresa y, tras 15 años sin publicar nada, edita “The unfairground”, un inspirado trabajo con colaboraciones de Hugh Hopper, Robert Wyatt, Phil Manzanera y miembros de Teenage Fanclub, Neutral Milk Hotel y Gorky’s Zygotic Mynci, y que ya es su última obra fonográfica.
Kevin Ayers murió el pasado lunes 18 en su casa de Montolieu. Le lloran sus dos hijas Rachel y Galen, su hermana Kate, y sus millones de fans en todo el mundo.