Crónica del concierto de RAMONCÍN en Madrid (sala Shoko, 7/11)

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R3Ramón J. Márquez, como se le conoce en sociedad, simplemente RAMONCÍN para la mayoría, volvió a actuar en Madrid tras casi un lustro de silencio (si exceptuamos su proyecto paralelo The Cover Band), al calor de la recién estrenada y coqueta Sala Shoko, que al final se llenó para contemplar la puesta de largo -con suerte dispar- de su último trabajo discográfico “Cuando el diablo canta”…

Rodeado por ‘la Banda del Diablo’, combo superlativo donde los haya, un sexteto de verdadero lujo con tres guitarristas en nómina (Paco Avilés, Manuel Silva y Oscar Castelló), bajo (Juan Carlos Álvarez), batería (David Castelló) y teclados (Jesús Varas) , amén de violinista (Charlie Gonzalvo) y trompetista ocasional, tal derroche instrumental resultó a la postre infructuoso en muchos tramos de la función.R2

Demasiadas guitarras sonando a la vez (hasta cuatro en ciertos momentos del show), dado que Ramón gusta de lucir y tocar su reluciente Telecaster, como en la estupenda “Putney Bridge”, y demasiados arreglos en una velada donde el antaño Rey del Pollo Frito brilló especialmente el los medios tiempos y en esas composiciones penetrantes de factura reciente, que parte del público no tiene todavía asimiladas. Mención especial para “10 segundos” uno de los diamantes más filosos que haya perfilado nunca, un grito sordo -infernal- contra la guerra, con dedicatoria expresa a Palestina y el sufrimiento de un pueblo mártir durante décadas mientras el mundo permanece impasible ante su dolor.

Pero claro, a la hora de abordar al macarra “Barriobajero” sobraron adornos y faltó crudeza. Parece como si Ramoncín tuviera miedo a desnudarse musicalmente, y no nos referimos a sus sentimientos (que los expresa con gran hondura y carga emocional), sino a ese aserto tan cabal: en la música muchas veces menos es más, y canciones ásperas exigen afilada puesta en escena. Del mismo modo que al gran dibujante con un sutil trazo le basta, quien no posee esas virtudes se ve obligado a embadurnar el lienzo con técnicas más rudimentarias, a embadurnarlo todo, aunque para gustos los colores. Míticas rolas como “Felisín el Vacilón” o “Chuli” (con la que abrió el show) sonaron con muy poca veracidad, como si aquel tiempo fuera ya irrecuperable, a lo que se unía una notable falta de volumen en la sala, esa chispa de sonido que los más versados en la materia echamos bastante en falta.

R1De tal guisa que nuestro protagonista brilló mucho en las baladas (especialmente sembrado en “Dos vidas”) y en los medios tiempos: “Como un susurro”, “La punta de la aguja”… y en general, en las canciones de amor: “Estamos desesperados”, “El cuchillo y la herida”…  no así en otros momentos que exigían más visceralidad. Faltó un sonido agrio y rotundo para arropar aquellos frescos de antaño, cuando Madrid era una ciudad en vías de desarrollo, cubierta de chabolas y hollín. Aun así “No tengas tanta cara” y “Blues para un camello” aguantaron el tipo antes del arreón final  “Sangre y lágrimas” y “Miedo a soñar” marcaron el contrapunto amargo y desencantado ante la situación actual, “Mandan los lobos”, antes de despedirse con las facilonas “Al límite” y “Hormigón , mujeres y alcohol”. Vuelta entre aplausos -con la postrera “La canción del diablo”- para recoger los laureles de una función que no pasara a la historia. De cualquier forma, lo pasamos bien, recordando viejos tiempos. Quien tuvo, retuvo.

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